jueves, 30 de septiembre de 2010

La escapada.


Institute auf dem Rosenberg - Sankt Gallen. Suiza.


La escapada.

El paisaje que se contempla desde la Nusbaum Terrase no es tan espectacular como el que se divisa desde el mirador de Säntis, donde se pueden avistar hasta seis países diferentes pero, desde una cercanía, en cierto modo amigable y cautivadora, puede vislumbrarse la bella ciudad de Sankt Gallen, su catedral y las pequeñas casas burguesas de su entorno.


En los días de invierno solía sentarse Luis al atardecer en un banco de madera situado al pie del gran nogal que daba nombre a la terraza y disfrutar de los momentos libres de su trabajo en el Instituto. Hacía tres meses que había sido contratado como gerente de administración del Instituto gracias, además de sus referencias profesionales, al buen nivel que había alcanzado en el idioma alemán culto.


Su salario era suficiente para poder vivir con holgura y ser al mismo tiempo feliz, sobre todo teniendo en cuenta el placer que sentía al pensar que vivía íntegramente de su propio trabajo sin que nadie intentase intervenir o influir sobre su personalidad, como solía ocurrir cuando vivía en su pueblo, un precioso pueblo del lado sur del Guadarrama.


La tarde era fría y algunos pequeños copos de nieve caían desordenadamente sobre la terraza, sin poder cuajar por ser muy livianos y escasos. Luis apreciaba su llegada y disfrutaba observando los pequeños remolinos que se producían en el aire hasta que los copos desaparecían entre las ramas de los árboles que rodeaban los edificios de los estudiantes internos del Instituto.


Las nubes tenían ese color gris monótono que uniformaba el cielo, un gris implacable en lo alto, pero que permitía observar el paisaje como una fotografía precisa en líneas y figuras. Los edificios que rodeaban la terraza se ofrecían ordenadamente con ese diseño tradicional suizo que tanto le atraía y la luz grisácea exterior ayudaba a resaltar su bella arquitectura.


Destacaba sobre todos los demás edificios la casa principal de muros de ladrillo color granate, ventanas altas, tejados abuhardillados y balcones señoriales con barandas construidas con hierro forjado. Los demás edificios, a los que se accedía por suelos de hierba menuda y tupida, estaban rodeados de árboles altos y frondosos.


Durante el verano no le había sido posible disfrutar de esos momentos tranquilos, porque a esas horas se oía el grito del profesor Schneider: “Nusbaum Terrase, Nusbaum Terrase” y los estudiantes, llamados al unísono por las campanas exteriores y por los gritos estruendosos del profesor, acudían presurosos a formar filas y realizar ejercicios gimnásticos.


Pero ahora ya había llegado el otoño y los alumnos se entrenaban en el gimnasio cubierto. El cielo se había cubierto con una capa gris de nubes y el frío comenzaba a extenderse por los edificios, campos, árboles y caminos.


Luís se encontraba bien físicamente con esa temperatura y el jersey de lana que se había comprado en una tienda cercana a su pensión le ayudaba incluso a sentirse muy confortable y, hasta cierto punto, elegante.


Respiró profundamente. El aire entró en sus pulmones con fuerza y agradeció hasta el último átomo de ese oxígeno montañero y embriagador. Le encantaba esa sensación de sentirlo llegar hasta el último rincón de sus pulmones llenándole de vida. Su gran capacidad torácica le permitía disfrutar con plenitud de esa respiración y se sentía sano y fuerte.


Apoyándose sobre el respaldo del banco estiró las piernas clavando los tacones de sus zapatos sobre la hierba. Le pareció que en esa postura sus piernas eran más largas que de costumbre. Se consideraba personalmente un hombre de buena estatura y con esos zapatos de cuero oscuro y robustas suelas de goma parecía aún más alto. Esa idea le indujo básicamente a comprarlos con la excusa de que serían necesarios para caminar con seguridad sobre el suelo normalmente húmedo de la ciudad.


Los copos de nieve empezaron a caer con mayor frecuencia y el viento frío los empujaba a ráfagas hacia él por lo que, poniéndose la gorra, los guantes y el chaquetón de piel que había depositado antes en el banco, se levantó y caminó con paso lento hacia el final de la terraza. Bajó por una escalinata de piedras grisáceas y recorrió un sendero que le condujo hasta una gran puerta enrejada en cuyo frontispicio podía leerse en letras doradas el nombre “Institut auf dem Rosenberg”.


Luís bajó hacia la ciudad caminando por una estrecha carretera asfaltada que bordeaba. al Instituto. Los árboles lindantes creaban en otoño un bello entorno colorista y de vez en cuando dejaban entrever algunos prados generalmente delimitados por setos de hoja verde perenne. Le gustaba caminar despacio por esa carretera en declive observando las laderas de las colinas que descendían hacia la ciudad, las casas señoriales, los árboles, los caminos y los pequeños barrancos formados por la lluvia.


Al fondo, los tejados grises de las casas de la ciudad se enlazaban apretadamente entre sí en torno a la catedral con una suerte de instinto natural protector para evitar recibir en soledad el frío del invierno.


Comenzaba a anochecer y las luces de las farolas alumbraban débilmente, volviéndose el asfalto de un color más negro, produciéndole una sensación cada vez más acentuada de oscuridad. Luis aceleró el paso deseando llegar cuanto antes a casa. Este fin de semana lo iba a dedicar en su totalidad a leer y escuchar música, pasear por la ciudad y comer en un pequeño restaurante romántico recomendado por su patrona, la señora Paukner.


- Luis, no deje de visitar el restaurante Alpenrose, cerca de la catedral - le había aconsejado una vez mirándole maliciosamente – sobre todo si va acompañado.


Decididamente, almorzaría allí y complacería a la señora Paukner.


Luís recurría con frecuencia a un monólogo interior para analizar sus pensamientos, sentimientos y sensaciones. Nunca estaba aburrido aunque cualquier observador ajeno pudiera pensarlo al verle siempre silencioso, unas veces sentado en un banco de un parque o incluso de una acera, otras en una mesa de un restaurante comiendo en solitario o tomando una copa en la barra de un bar.


Con esa vida interior no podía aburrirse, pero si el aburrimiento era considerado por algunos como la anestesia de los sentidos, para Luís la anestesia de los sentidos era la música estridente, el ruido del tráfico, la algarabía en los bares, los gritos, los portazos. Quizás por ello cuando iba a Madrid visitaba de vez en cuando el cementerio de La Almudena ante la incomprensión de sus amigos.


- “No voy al cementerio -les decía- voy al aeropuerto”


En vano intentaba convencerles de que no iba a visitar la tumba de sus padres, sino a pasear en silencio por sus senderos y meditar, sin advertir más movimiento que el vuelo de los pájaros o, muy de vez en cuando, el de los aviones a reacción que trazaban silenciosamente líneas blancas en lo alto con rumbo desconocido.


¿Cómo explicarles que el cementerio, como dijo el poeta, es un aeropuerto donde sólo aterrizan las mariposas?


Luís sintió que esa vida interior, para su desconsuelo, no había sido comprendida por sus amigos. Esa apariencia de ser un hombre hosco y poco comunicativo no se correspondía con su verdadera forma de ser por lo que intentaba en ocasiones vencer su deseo íntimo de soledad acompañando las risas forzadas y escuchando los chistes y los monólogos fútiles de sus amigos. Lo cierto es que su personalidad admitía cada vez menos estas situaciones y había comenzado a sentir un deseo irracional de huída.


Haciéndose estas consideraciones se halló caminando dentro de la ciudad y observó con tranquilidad su entorno, los edificios perfectamente terminados, las calles limpias, los alcorques enrejados, los árboles podados y unos pavimentos bien acabados.


- “El alcalde de esta ciudad” – pensó- “parece que todo lo previene y a todo ocurre”.


Aceleró el paso y, huyendo de las ráfagas de viento frío, llegó a la pensión de la señora Paukner a quien saludó afectuosamente nada más entrar. y se dirigió a su habitación .con la idea de descansar.


La temperatura allí era muy confortable .Encendió la luz de la mesilla de noche, se quitó el jersey y los zapatos y se tumbó cuan largo era sobre su cama. Cerró los ojos y respiró pausadamente. El silencio de la habitación y lo relajado de su postura le invitaron suavemente a dormir. Cerró los ojos y recordó mentalmente las últimas circunstancias de su vida. Su decisión de viajar a Suiza, huyendo un poco de su clara angustia existencial, las imágenes ahora fugaces de su infancia, las charlas con sus amigos del pueblo, la sensación de libertad que tuvo al pisar la escalerilla del avión en dirección a Zurich.


La señora Paukner cerró sigilosamente la puerta de la casa con doble llave de seguridad. Apagó las luces y se dirigió en silencio a su dormitorio. Estaba encantada con su huésped y trataría de complacerle con toda su ilusión.


La dirección del Institute auf dem Rosenberg informó a la embajada española al día siguiente del fallecimiento de Luis, debido, al parecer, a un ictus cerebral.