martes, 25 de junio de 2013

Esencia y amor.





Esencia y amor.

¿Eres tú parte de mi esencia,
o me absorbes,
insertándome en la tuya,
apagando mis intuiciones,
bloqueando mi razón,
haciéndome tuyo?

Me encuentras,
me diluyes en ti,
quiebras mi estructura,
me impregnas de ti,
yo sintiendo, sufriendo,
anhelando,
y tú, quizás amando.

La suma de nuestras esencias
constituirá el amor eterno
que siempre soñamos,
no la absorción
sino la mutua dilución,
tú en mí, yo en ti,
uniendo nuestras esencias
en un todo irreversible
y eterno.



lunes, 10 de junio de 2013

Confesiones.

Confesiones.


Amo la poesía y  lo proclamo,
no con voz solemne o pretenciosa,
sino a través de la armonía de mi vida,
de mi trabajo callado y laborioso,
en el silencio de mi lectura nocturna,
estudiando las raíces hispanas
de los maestros que nos precedieron
en la  palabra poética española.

Amo todas las poesías y canciones,
y paladeo sus letras,
las siento en mis entrañas,
en lo profundo de mi ser,
y sólo de vez en cuando leo en voz alta las mías,
soñando quizás en alguna brisa inesperada y generosa
que las  difunda por los sotos y alcores,
por los caminos literarios y los cónclaves cerrados,
por las tertulias literarias
y alcance  a esparcir la intuición y el trabajo
de un amante de la poesía.

En mis poemas no existe el limite del tiempo, no hay fronteras,
consonantes o asonantes, idiomáticas o políticas,
sólo el intento de una fuga de la mediocridad,
y una defensa de la libertad y las esencias humanas,
una asunción de la realidad y un encuentro con la verdad,
una firme voluntad de crear y un deseo de permanecer,
una desesperada búsqueda de la razón,
y un inagotable esfuerzo de amar,
que se confunden en el  magma inexorable de la vida.

domingo, 26 de mayo de 2013

Mirando al mar.


La bahía de Santander.

Estoy pisando el puntal de Somo,
arena y agua, agua y arena,
hundiendo mis pies en su bellísimo espolón,
saludado por gaviotas argénteas
que se dirigen veloces
hacia la línea azul y verde
que dibuja el contorno de la bahía. 


Rompe el indiano el horizonte,
deshaciendo la altura desde Peña Cabarga
para frustración de poetas y jándalos. 


El verde de Pedreña consuela mi espíritu
hasta la Horadada donde el aire silba
y, en su furia intermitente,
hunde a veces barcos y esperanzas
desde su isla hasta los astilleros. 


Allí, en el puntal, estoy descalzo
y me arrodillo en la arena
blanca y beis, beis y blanca,
inmerso en el recuerdo
y anonadado ante la belleza del presente,
como homenaje a la ciudad de mis sueños
que se ve en la distancia rodeada

de barcos, palmeras y tamarindos. 

Te recuerdo entrando en el agua,
valiente, salpicada de gotas de mar,
mirándome de soslayo,
enardeciéndome con tu sonrisa clara
y tu cuerpo húmedo y armonioso..
 

No hay tiempo para recorrer La Magdalena,
subir al faro o seguir
el sendero de piedra de la costa
para observar las rompientes desde su altura.
El día es azul y manda el sol en el Sardinero,
playas de cuidada hechura, donde dejamos olvidados

nuestros mejores años. 

Desde el médano, hundidos mis pies en el agua,
repaso nuestros instantes,
nuestros encuentros, nuestro amor permanente,
los paseos oliendo a yerba recién segada,
las rabas con vino blanco en Marucho,
las misas en los capuchinos,
los chipirones encebollados en el barrio pesquero,
los cafés con los amigos,
los conciertos de Narciso Yepes
en el claustro de la catedral,
nuestros paseos hasta la ciudad,
nuestra meditación
sentados en un banco con Gerardo Diego,

frente a su “clásica y romántica bahía”.

Nos sentimos unidos una vez más
llorando con Carreras en la Plaza Porticada,
alucinados ante la maestría de los jóvenes pianistas
en el concurso de Paloma O’shea,
enamorados siempre de la brisa húmeda del mar,
brisa salvadora, brisa nunca olvidada.
 

Allí tuvieron nuestros hijos su primera adolescencia,
salvados por la música, por los tamarindos,
absortos ante la biblioteca de Menéndez Pidal,
que a su misma edad había comenzado a construir
un rascacielos de la inteligencia.
 

No sé si mirarte con mis ojos de ahora
o con los de antaño,
te veo tan bella, tan inmutable, tan azul,
que debo ser yo el cambiado, el distinto,
porque tú permaneces,
siempre fiel a tu espacio, a tu agua, a tu arena.


jueves, 16 de mayo de 2013

A la patria vasca.





Tienes en tu historia antigua,
en la base de tu tierra fecunda,
una firme y suave fortaleza.


Se puede ver muy lejos en el fondo,
un leve temblor de praderas de hierba
mecidas por el viento y la lluvia.


Entre los robles y los hayedos
y las piedras de tu caserío,
yo te reconozco, madre vasca.


Palomas, palomas blancas y grises,
en ingrávido vuelo, tus cabellos.


A veces el mar se encrespa y rompe
en tu frente, como en Guetaria,
o muere vencido,
entregado, en tus sienes,
blancas como las arenas del norte.


Aurtxo, escóndete en la hierba,
refugio de senos maternales,
olor a tierra húmeda,
y cuando a brazadas caiga la hierba
en el pecho de tu madre.
mama su néctar
para el encuentro vital con tus ancestros.


Valles, ríos, colinas, praderas,
arrebatada inocencia del entorno,
lienzo de paraísos escondidos
en la quietud divina,
sólo aquí, en tu sustancia vasca
en tu raíz de roble
se produce el encuentro
de tu fértil vigor y tu cálida esencia.


Mi alma baja de noche por el cauce del Bidasoa
a diluirse en el mar, trazando rutas viajeras,
señalando caminos,
y regresa, rompiendo el alba,
en un forcejeo de rupturas,
para recuperar el sabor de tus playas,
el sonido de tu música viva,
el olor de tus praderas.


Quiero vivir contigo y en ti,
si tengo que segar, siego,
si he de cantar, canto,
si necesitas mi trabajo en tu tierra
calzo unas albarcas y unzo las yuntas,
si debo escuchar, oigo el crujido de tus robles,
y si acabar, siempre en tus montes,
amando hasta el último caserío,
empapado de tu naturaleza.




viernes, 3 de mayo de 2013

Plegaria de vísperas.

 

.
 
Es ya muy tarde, casi anocheciendo,
tengo prisa, necesito tu ayuda,
en este atardecer de angustia y duda,
está mi hora final oscureciendo.
.
Se está apagando mi luz, no queriendo,
el alma me abandona y se desnuda,
tiene temor, y vive en plena duda,
y entrega lo que tiene, no teniendo.
.
A ti te cedo todo lo vivido,
tú que conoces mi gran aventura,
y, si tu amor sin límite me alcanza,
.
júzgame sólo por lo que yo he sido,
olvida mis accesos de locura
y fusiona tu amor con mi esperanza.
 
 
 

viernes, 26 de abril de 2013

Nacimiento del alma.





 
 
Nacimiento del alma.


Mi alma ha nacido, leve y esplendente,
por un soplo sutil, casi un vahído,
como un impulso extraño diluido
en el creador esfuerzo de la mente,

como un vínculo puro, trascendente
al cuerpo tropezado y absorbido,
como un hálito vital concebido
por una circunstancia inteligente.

Un misterioso rayo de luz viva,
apenas un destello, que despierta
en mi incipiente encarnación humana

una inquietud febril, la perspectiva
de expresar, con una palabra cierta,
la esencia que mi propio cuerpo emana.

sábado, 6 de abril de 2013

Los jazmines de mi infancia.



 

Hoy he plantado en mi jardín
jazmines, tomillos y albahacas
revolviendo la tierra y las semillas
con mis manos limpias,
mezclando materia y sueños,
en un renovado intento
de revestir mi vida
con nuevos aromas y colores.

¿Vendrá la lluvia  de la primavera
a transfundir de nuevo
con sus gotas menudas y leves
el aliento vital de su presencia?

Yo deseo que oler las plantas
de jazmines, tomillo y albahaca,
sembradas por mis manos limpias,
despierten mis ensueños
y los intensos, evocadores,
recuerdos personales  de mi infancia.


jueves, 4 de abril de 2013

Tu regazo.





¿No es terrible, amor mío, no poder encontrarte,
desierto como estoy? ¿Por qué mi soledad,
y mi vano deseo de poder recobrarte
sólo esconden mi pena y aumentan mi ansiedad?

¿Por qué surge de  pronto, partida en dos el alma,
sin causas, sin raíces, en un renacimiento
de temores, de dudas, rompiéndome la calma,
este estallido inútil, huracanando el viento?

Yo no me encuentro solo, porque vienes a verme,
invades mi silencio, no me dejas espacios,
aumentas mis latidos cuando mi cuerpo duerme
y rompes la quietud  de mis órganos lacios.

Eres tormenta plena, sin apenas salida,
la pasión detonante sin ninguna frontera,
una visión del mundo, la causa de mi vida,
evanescente sueño que renovar quisiera.

Cuando voy paseando y ya nadie me espera
donde el sol resplandece porque ya no hay tejados,
no quiero ese silencio desnudo de la acera,
sin árboles, ni tiestos en balcones cerrados.

¿Porque tú, dónde estás, es que acaso tu esencia
se perdió en mis abrazos? Te busqué como obseso
y recorrí la calle para olvidar tu ausencia,
deseando encontrarte para ofrecerte un beso.

Halcón de cetrería, fui buscando mi presa
atravesando valles y bosques y collados,
acechando el momento, buscando la sorpresa
para vencer rechazos de tus ojos soñados.

Capitán de veleros quise hallar en los mares
la dimensión inmensa de nuestro amor eterno,
sin razonar mis dudas, olvidando pesares,
buscando soluciones a nuestro desgobierno.

Quiero volver a verte, absorber tus fluidos,
acariciar tus manos, estrecharte en mi abrazo,
recibir tus aromas, tanto tiempo perdidos,
y descansar de nuevo, amor, en tu regazo.






martes, 2 de abril de 2013

París I. Metro, buhardillas,mendigos y bulevares.


  El metro de París no lleva a ningún sitio.

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En la estación de metro de Montmartre un hombre negro vende rosas rojas. Un gendarme tira de un manotazo su cesta al suelo y las rosas se desparraman sobre el pavimento pisoteado y negro.

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Una chiquilla mulata me mira con sus ojos negros y me abre de golpe la puerta hacia un mundo en el que no existen computadoras, automóviles ni rascacielos.

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Las buhardillas de París están vivas; no son trasteros, ni guardamuebles, ni desvanes sin alma. Son, por el contrario, una ciudad dentro de una ciudad en la que las últimas luces alumbradas se confunden con el temblor de las estrellas.

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Un mendigo de la Avenida Suffren empuja un cochecito de niño lleno de tesoros: una manta, una botella de vino, ropa usada. En el fondo del cochecito guarda también los mejores recuerdos de su juventud.

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El Boulevard Periférico es una bufanda que envuelve el cuello de París y deja pasar su transpiración para conseguir unas plazas tranquilas y llenas de palomas en los atardeceres silenciosos y grises de los domingos.


sábado, 30 de marzo de 2013

Cuando pienso que existes.







Cuando pienso que existes
 y estás a mi lado,
sólo el permanecer importa,
estar en silencio,
pensarte en silencio,
adivinar tu mirada, delinear tus márgenes,
abrazar tus pensamientos,
saber que vives conmigo y en mi.

No existe ya el tiempo de la incertidumbre,
sólo de la verdad y el asombro.

Cuando me miras y sonríes,
en tus manos recibes mi alma,
fascinada por esta permanencia,
y se vuelven tan cercanas tus cosas,
se condensan tanto mis sueños,
que las lágrimas
tienden a evadirse de mis ojos.

No tengo valor para dejar de mirarte,
te necesito tanto,
me desconciertas tanto,
que yo tampoco de ti podría evadirme,
porque tus ojos son mis ojos,
y tu encanto mi encanto.

Si te hablo de amor
es de mi entrega,
de mi permanencia en ti,
y es en tu esencia
donde quiero encontrarme
unidos con un vínculo eterno,
inalterable,
a la suavidad de tus manos
y a la ternura de tu mirada.


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jueves, 28 de marzo de 2013

La línea de partida.




 

Descubrí nuestro mejor amor en el instante
de recibir mis ojos sin dueño tu mirada,
llegó sin hacer ruido, me invadió delirante
una fuerza agresiva, inquieta, apasionada.

Mi indolente mirada se volvió lacerante,
recorriendo tu frente, tus pómulos, tus sienes, 
recibiendo incrédula la luz de tu semblante,
nacida en esos ojos tan profundos que tienes.

Besé con valentía tu boca, anhelante
de la caricia leve de mis besos ardientes,
y me entregué del todo a la desafiante
y generosa ofrenda de tus labios silentes.

El tiempo de nuestro amor fue así de terminante,
porque no fue una etapa continua de la vida,
nuestro amor se produjo sólo en un instante,
cuando tú y yo cruzamos la línea de partida.

domingo, 17 de marzo de 2013

Distancia de ti.


No puedo verte cerca de mi
no puedo verte,
no puedo oír tu voz cerca de mi
no puedo oírte,
no estás cerca de mi
no puedo sentirte,
no puedo hallarte a mi lado
no puedo encontrarte,
no puedo pensar que estás lejos de mi
no puedo olvidarte,
tierra mía, mi historia, mi cuna, mi espíritu.



(


miércoles, 27 de febrero de 2013

La danza del fuego.



Un vapor plomizo se recuesta
sobre las emergentes brasas,
tapando los rescoldos
rojos y grises, grises y rojos
que exhalan su grito de muerte
incandescente
sobre el suelo.

No existe la piedad
ante la belleza incorpórea de las llamas
y la combustión se recrece,
regenerándolas,
produciéndose un vaivén,
una danza viva y trepidante
que se escapa por líneas infinitas
intentando atravesar la incipiente neblina blanca,
entrecruzándose las llamas
en su esfuerzo de ofrecer
su holocausto final.

Mueren el pino y el cerezo entre estertores,
crepita su savia de vida,
muriendo carbonizados,
negros y rojos, rojos y negros,
exhalando su última llama hacia la neblina,
ahora blanca y dorada, dorada y blanca.

El humo intenta hacerse con el mando,
tejiendo tirabuzones grises
que se retuercen en espirales,
danzando sobre la hoguera
de la muerte de sarmientos,
abortando el nacimiento de hojas y racimos,
tratando de ahogar las llamas
que se retuercen aún vivas
en un aquelarre
de humo, chispas y rescoldos.
La vida y la muerte
se fusionan en una danza
de volutas de humo,
llamaradas de vida corta,
chispazos y llamas
que lamen  los rescoldos crepitantes,
produciéndose esa danza del fuego,
volátil, anárquica,
al mismo tiempo peligrosa y serena,
donde se funde el movimiento
de los ígneos danzantes.


sábado, 23 de febrero de 2013

A Frank Ruffino, poeta de Costa Rica

Frank, amigo, ¿no oyes
la resonancia
de las campanas detenidas
cuando tus versos,
saetas  centelleantes,
reverberan al pasar junto a ellas
incendiados por
tu fuego interior?
Tu transmutación acelerada
no se compadece con tu ciudad
desconocida y calma.
Tus versos son notas arrancadas
de lo profundo de ti,
sonar de tu íntimo  campanario,
expresión de tu contención y reserva,
que suenan más allá
de las colinas de Tilarán,
y empujados por tu fuerte viento,
atravesando el océano,
repican en mis montañas madrileñas
aportándome resonancias nuevas,
deshaciendo mi personal borrasca.
Frank, poeta,  el abismo no existe,
los cuervos huyeron  ante tu fortaleza,
y remontaste el vuelo,
con tu furia de siempre,
haciéndome llegar tu palabra,
definitivamente
palabra de hombre y de poeta.

viernes, 22 de febrero de 2013

El niño azul.





«¡Santos, Santooos...! —gritó Gabriel mientras agarraba con todas sus fuerzas por las patas traseras a un conejo gris que intentaba zafarse dando estirones fuertes y convulsivos—, ¡un conejo enorme, corre!»
Trotando entre los matorrales apareció un niño pequeño y delgado. Tenía el pelo negro, la piel oscura curtida por el sol, unos ojos claros de gran viveza y unas orejas de soplillo que le daban un aspecto travieso y simpático. Vestía un pantalón corto de pana marrón sujeto por un cinturón de cuero muy desgastado por el uso y una camisa de manga corta que podría ser blanca si no fuera por las manchas de barro y de resina que la cubrían casi en su totalidad. Calzaba unas alpargatas con suelo de goma negra y llevaba en una de sus manos una vara larga y flexible.
—¡No le dejes escapar, sujétalo con todas tus fuerzas, que ya llego! —Se acercó a Gabriel y, cogiendo al conejo por las orejas con gran maestría, deshizo el lazo de cobre que rodeaba su cuello.
—Este lazo es del guarda de la finca de Don Manuel. Ya podemos salir corriendo, porque si nos pillan nos desloma.
—Vuelve corriendo a tu casa con el conejo —dijo Gabriel recogiendo su vara— y llévatelo antes de que nos vean. Yo volveré a poner el lazo en su sitio.

Mientras Santos corría velozmente por el monte, Gabriel rehízo el lazo de cobre, aseguró la estaquilla al borde de la senda por donde solían pasar los conejos y, lanzando una última mirada de satisfacción al artilugio, emprendió una rápida retirada en dirección a la casa de su amigo. Le asombraba que los conejos cayeran en un lazo tan pequeño y que la estaquilla resistiese los saltos angustiosos que daban al sentirse aprisionados por el cuello.

El sol de agosto brilla con tanta luz que los ojos se ponen rojos si te atreves a mirarlo. El cielo es de un azul intenso y el calor se hace a veces insoportable. Gabriel corrió agachado entre las matas para evitar ser visto si alguien paseaba por el campo. Sentía la emoción del furtivo y el orgullo de haber sido él quien localizó al conejo atrapado en el lazo. El suelo estaba caliente y de la solana se desprendía un vaho con olor a tomillo. En su carrera ni siquiera notaba los arañazos de los matojos en sus piernas, sorteando intuitivamente los obstáculos que se le presentaban, saltando regueros, rodeando zarzales, pero siempre siguiendo el rumbo que tan bien conocía en dirección a la casa de su amigo. De cuando en cuando espantaba algún saltamontes, que de un salto se escabullía entre las jaras. Vio pasar fugazmente una lagartija con su cabeza erguida y su rabo haciendo las veces de timón. Un verdejo voló sobresaltado en dirección al valle.

Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, pudo divisar la casa de Santos. Era una casa con la fachada de piedra, de un piso, con tejado de láminas de pizarra, situada a las afueras del pueblo. Las piedras eran de granito y estaban unidas por un cemento que en su momento debió ser blanco pero que ahora tenía un color ocre. Algunas de las tejas de pizarra estaban desportilladas y de las hendiduras sobresalían hierbajos resecos por el sol. Las dos ventanas de la fachada tenían reja, pero la puerta de la casa estaba siempre abierta, oculta por una persiana de paja de color verde que llegaba hasta el suelo para permitir pasar el aire y resguardar el interior del calor. Adosado a uno de sus costados había un cobertizo que servía de gallinero, fabricado parte con planchas de madera y parte con una alambrada. Aunque las gallinas se movían por
los alrededores de la casa picoteando el suelo con toda libertad, la madre de Santos las encerraba todos los días al anochecer para protegerlas de las alimañas, atrayéndolas con pienso o granos de cebada. Delante de la casa había una pileta de piedra que servía para lavar la ropa. Una bicicleta marrón se apoyaba contra una encina grande situada a pocos metros de la puerta; tenía a su lado un banco de granito de una sola pieza.

Al acercarse a la casa pudo oír a Santos hablar en alta voz con su madre:
—Te juro que lo hemos cogido entre Gabriel y yo. De verdad que no es de cepo. Yo lo espanté hasta una zarza y, como no tenía salida, enrollamos su piel con la punta de la vara y tirando hacia nosotros lo cogimos.
—Santos, dime la verdad, que como me mientas te la vas a ganar.
—Te juro que es verdad, madre, y si no que me parta un rayo.
—No jures —contestó la madre, dando un pescozón a su hijo—. Mira, ahí viene Gabriel y ya veremos si ha ocurrido como tú dices.

Al llegar Gabriel a la puerta de la casa, Santos se le acercó presuroso.
—¿Verdad que este conejo lo hemos cogido nosotros en un zarzal con la vara? —Le dijo casi gritando.
La madre de Santos miró a Gabriel, que no supo qué decir y le dirigió una sonrisa mezcla de impotencia y resignación.
—Está bien, está bien —dijo—, lo llevaré a la cocina y mañana le invitaremos a Gabriel a comer.
Santos lanzó un suspiro de alivio y se sentó en el banco de granito con cara de triunfo.
—¿Y Quico? —preguntó Gabriel.
—Voy a por él —contestó Santos.
Se levantó y entró en la casa ladeando la cortina verde. Al poco rato salió arrastrando una hamaca de lona plegada acompañado por un niño de unos siete años de edad. Montó la hamaca a la sombra de la encina y ayudó al niño a recostarse en ella.

Quico se parecía mucho a su hermano, pero era muy delgado y de tez pálida. Cuando Gabriel le conoció quedó impresionado por la sensación de fragilidad que producía. Quizás se debiera a que, aunque podía moverse por él mismo, siempre había alguien cerca de él que le cogía del brazo o de la mano con aire protector. Su piel era muy blanca, casi transparente, y tenía un ligero color azulado que se oscurecía alrededor de sus ojos. Andaba con precaución, como temiendo caerse en cualquier momento, y daba la sensación de estar siempre cansado.
—¿Qué le pasa a tu hermano? —preguntó Gabriel.
—Nada —respondió Santos en un murmullo, casi sin dar importancia a la pregunta—, es un niño azul.
Gabriel calló, aceptando la respuesta de Santos sin indagar más, en parte para no demostrar su ignorancia y en parte porque presentía que profundizar sobre el asunto podría molestar a su amigo.
Quico se recostó en la hamaca con aire cansado y dijo:
—Sois unos tíos estupendos. Me tenéis que llevar con vosotros al monte. Seguro que cogemos un conejo grande, grande, entre los tres.
Santos pasó su brazo alrededor de los hombros de su hermano y le dijo:
—Iremos cuando te encuentres más fuerte, Quico. Con tu ayuda no hay conejo que se escape.

Gabriel nunca olvidó la ternura con que Santos respondió a su hermano. El hecho de que Quico fuese su único hermano y estuviese tan imposibilitado físicamente le hacía sentirse un poco su protector, pero siempre procuraba comportarse de una forma natural, espontánea, para evitar cualquier referencia a su enfermedad. Nunca hablaba de ella y, cuando los chicos del pueblo, infantilmente inconscientes, se burlaban de la debilidad de Quico y de su color azulado, hacía frente a las burlas y más de una vez se enzarzó en una pelea con ellos, rodando por los suelos, indignado ante los ataques de que era objeto. Para él, Quico era lo más querido del mundo y toda la hombría que poco a poco se iba consolidando en su cuerpo de niño se ponía inconscientemente a su servicio, creciendo, consolidándose, como un borrador de lo que en el futuro iba a ser ese niño-hombre.

Gabriel y Santos se sentaron en el suelo alrededor de la hamaca y los tres niños comenzaron a charlar animadamente. Hablaban casi a gritos, interrumpiéndose, quitándose la palabra llenos de excitación. Quico estaba feliz. Se incorporaba sobre la hamaca y les miraba alternativamente a medida que hablaban. Sus ojos marrones tenían un brillo intenso que resaltaba sobre el fondo azul oscuro de sus cuencas. Parecía una crisálida que intentaba salir de su receptáculo-hamaca para integrarse en la vida que le rodeaba, en el bullicio y la alegría de unos niños que encarnaban la felicidad.

—De mayor vamos a tener una finca muy grande, que llegue casi hasta el Guadarrama y cazaremos los tres sin que nadie nos lo prohíba. Y tendremos escopetas del doce, como la del tío Jacinto.
—Y tendremos un perro.
—Y haremos una guarida entre las jaras donde nadie podrá encontrarnos.
—Y por la noche haremos hogueras.
—Y nos bañaremos en los regatos.

Mientras los niños hablaban, la madre de Quico les miraba enternecida desde la puerta de su casa. No supo si fué por la luminosidad del sol del atardecer o  por el esfuerzo al mirar a los niños desde lejos, sintió de pronto una lágrima bajar despacio por su mejilla. La enfermedad del corazón había castigado sin piedad a su hijo. Miró hacia el cielo azul y secó su lágrima con el dorso de la mano.

domingo, 17 de febrero de 2013

RÁFAGA.

                                     



El trémolo en la noche, la crecida
del sonido del sur en barlovento,
la guitarra, la brisa, el aire, el viento,
la ráfaga en su origen prometida.

El singular punteo, la medida,
la intensidad del movimiento,
la pasión andaluza del momento
la danza de los quiebros sostenida.

De repente, ejecución de rasgueados,
la carrera veloz de pulsaciones,
el virtuosismo lacerante en frío,

y siempre en los acordes ya pausados,
desde el tenso temblor  de los bordones,
el silencio andaluz, tan hondo y mío.



Soneto dedicado al maestro Joaquín Turina por su obra "Ráfaga".