viernes, 22 de febrero de 2013

El niño azul.





«¡Santos, Santooos...! —gritó Gabriel mientras agarraba con todas sus fuerzas por las patas traseras a un conejo gris que intentaba zafarse dando estirones fuertes y convulsivos—, ¡un conejo enorme, corre!»
Trotando entre los matorrales apareció un niño pequeño y delgado. Tenía el pelo negro, la piel oscura curtida por el sol, unos ojos claros de gran viveza y unas orejas de soplillo que le daban un aspecto travieso y simpático. Vestía un pantalón corto de pana marrón sujeto por un cinturón de cuero muy desgastado por el uso y una camisa de manga corta que podría ser blanca si no fuera por las manchas de barro y de resina que la cubrían casi en su totalidad. Calzaba unas alpargatas con suelo de goma negra y llevaba en una de sus manos una vara larga y flexible.
—¡No le dejes escapar, sujétalo con todas tus fuerzas, que ya llego! —Se acercó a Gabriel y, cogiendo al conejo por las orejas con gran maestría, deshizo el lazo de cobre que rodeaba su cuello.
—Este lazo es del guarda de la finca de Don Manuel. Ya podemos salir corriendo, porque si nos pillan nos desloma.
—Vuelve corriendo a tu casa con el conejo —dijo Gabriel recogiendo su vara— y llévatelo antes de que nos vean. Yo volveré a poner el lazo en su sitio.

Mientras Santos corría velozmente por el monte, Gabriel rehízo el lazo de cobre, aseguró la estaquilla al borde de la senda por donde solían pasar los conejos y, lanzando una última mirada de satisfacción al artilugio, emprendió una rápida retirada en dirección a la casa de su amigo. Le asombraba que los conejos cayeran en un lazo tan pequeño y que la estaquilla resistiese los saltos angustiosos que daban al sentirse aprisionados por el cuello.

El sol de agosto brilla con tanta luz que los ojos se ponen rojos si te atreves a mirarlo. El cielo es de un azul intenso y el calor se hace a veces insoportable. Gabriel corrió agachado entre las matas para evitar ser visto si alguien paseaba por el campo. Sentía la emoción del furtivo y el orgullo de haber sido él quien localizó al conejo atrapado en el lazo. El suelo estaba caliente y de la solana se desprendía un vaho con olor a tomillo. En su carrera ni siquiera notaba los arañazos de los matojos en sus piernas, sorteando intuitivamente los obstáculos que se le presentaban, saltando regueros, rodeando zarzales, pero siempre siguiendo el rumbo que tan bien conocía en dirección a la casa de su amigo. De cuando en cuando espantaba algún saltamontes, que de un salto se escabullía entre las jaras. Vio pasar fugazmente una lagartija con su cabeza erguida y su rabo haciendo las veces de timón. Un verdejo voló sobresaltado en dirección al valle.

Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, pudo divisar la casa de Santos. Era una casa con la fachada de piedra, de un piso, con tejado de láminas de pizarra, situada a las afueras del pueblo. Las piedras eran de granito y estaban unidas por un cemento que en su momento debió ser blanco pero que ahora tenía un color ocre. Algunas de las tejas de pizarra estaban desportilladas y de las hendiduras sobresalían hierbajos resecos por el sol. Las dos ventanas de la fachada tenían reja, pero la puerta de la casa estaba siempre abierta, oculta por una persiana de paja de color verde que llegaba hasta el suelo para permitir pasar el aire y resguardar el interior del calor. Adosado a uno de sus costados había un cobertizo que servía de gallinero, fabricado parte con planchas de madera y parte con una alambrada. Aunque las gallinas se movían por
los alrededores de la casa picoteando el suelo con toda libertad, la madre de Santos las encerraba todos los días al anochecer para protegerlas de las alimañas, atrayéndolas con pienso o granos de cebada. Delante de la casa había una pileta de piedra que servía para lavar la ropa. Una bicicleta marrón se apoyaba contra una encina grande situada a pocos metros de la puerta; tenía a su lado un banco de granito de una sola pieza.

Al acercarse a la casa pudo oír a Santos hablar en alta voz con su madre:
—Te juro que lo hemos cogido entre Gabriel y yo. De verdad que no es de cepo. Yo lo espanté hasta una zarza y, como no tenía salida, enrollamos su piel con la punta de la vara y tirando hacia nosotros lo cogimos.
—Santos, dime la verdad, que como me mientas te la vas a ganar.
—Te juro que es verdad, madre, y si no que me parta un rayo.
—No jures —contestó la madre, dando un pescozón a su hijo—. Mira, ahí viene Gabriel y ya veremos si ha ocurrido como tú dices.

Al llegar Gabriel a la puerta de la casa, Santos se le acercó presuroso.
—¿Verdad que este conejo lo hemos cogido nosotros en un zarzal con la vara? —Le dijo casi gritando.
La madre de Santos miró a Gabriel, que no supo qué decir y le dirigió una sonrisa mezcla de impotencia y resignación.
—Está bien, está bien —dijo—, lo llevaré a la cocina y mañana le invitaremos a Gabriel a comer.
Santos lanzó un suspiro de alivio y se sentó en el banco de granito con cara de triunfo.
—¿Y Quico? —preguntó Gabriel.
—Voy a por él —contestó Santos.
Se levantó y entró en la casa ladeando la cortina verde. Al poco rato salió arrastrando una hamaca de lona plegada acompañado por un niño de unos siete años de edad. Montó la hamaca a la sombra de la encina y ayudó al niño a recostarse en ella.

Quico se parecía mucho a su hermano, pero era muy delgado y de tez pálida. Cuando Gabriel le conoció quedó impresionado por la sensación de fragilidad que producía. Quizás se debiera a que, aunque podía moverse por él mismo, siempre había alguien cerca de él que le cogía del brazo o de la mano con aire protector. Su piel era muy blanca, casi transparente, y tenía un ligero color azulado que se oscurecía alrededor de sus ojos. Andaba con precaución, como temiendo caerse en cualquier momento, y daba la sensación de estar siempre cansado.
—¿Qué le pasa a tu hermano? —preguntó Gabriel.
—Nada —respondió Santos en un murmullo, casi sin dar importancia a la pregunta—, es un niño azul.
Gabriel calló, aceptando la respuesta de Santos sin indagar más, en parte para no demostrar su ignorancia y en parte porque presentía que profundizar sobre el asunto podría molestar a su amigo.
Quico se recostó en la hamaca con aire cansado y dijo:
—Sois unos tíos estupendos. Me tenéis que llevar con vosotros al monte. Seguro que cogemos un conejo grande, grande, entre los tres.
Santos pasó su brazo alrededor de los hombros de su hermano y le dijo:
—Iremos cuando te encuentres más fuerte, Quico. Con tu ayuda no hay conejo que se escape.

Gabriel nunca olvidó la ternura con que Santos respondió a su hermano. El hecho de que Quico fuese su único hermano y estuviese tan imposibilitado físicamente le hacía sentirse un poco su protector, pero siempre procuraba comportarse de una forma natural, espontánea, para evitar cualquier referencia a su enfermedad. Nunca hablaba de ella y, cuando los chicos del pueblo, infantilmente inconscientes, se burlaban de la debilidad de Quico y de su color azulado, hacía frente a las burlas y más de una vez se enzarzó en una pelea con ellos, rodando por los suelos, indignado ante los ataques de que era objeto. Para él, Quico era lo más querido del mundo y toda la hombría que poco a poco se iba consolidando en su cuerpo de niño se ponía inconscientemente a su servicio, creciendo, consolidándose, como un borrador de lo que en el futuro iba a ser ese niño-hombre.

Gabriel y Santos se sentaron en el suelo alrededor de la hamaca y los tres niños comenzaron a charlar animadamente. Hablaban casi a gritos, interrumpiéndose, quitándose la palabra llenos de excitación. Quico estaba feliz. Se incorporaba sobre la hamaca y les miraba alternativamente a medida que hablaban. Sus ojos marrones tenían un brillo intenso que resaltaba sobre el fondo azul oscuro de sus cuencas. Parecía una crisálida que intentaba salir de su receptáculo-hamaca para integrarse en la vida que le rodeaba, en el bullicio y la alegría de unos niños que encarnaban la felicidad.

—De mayor vamos a tener una finca muy grande, que llegue casi hasta el Guadarrama y cazaremos los tres sin que nadie nos lo prohíba. Y tendremos escopetas del doce, como la del tío Jacinto.
—Y tendremos un perro.
—Y haremos una guarida entre las jaras donde nadie podrá encontrarnos.
—Y por la noche haremos hogueras.
—Y nos bañaremos en los regatos.

Mientras los niños hablaban, la madre de Quico les miraba enternecida desde la puerta de su casa. No supo si fué por la luminosidad del sol del atardecer o  por el esfuerzo al mirar a los niños desde lejos, sintió de pronto una lágrima bajar despacio por su mejilla. La enfermedad del corazón había castigado sin piedad a su hijo. Miró hacia el cielo azul y secó su lágrima con el dorso de la mano.

5 comentarios:

Alicia Abatilli dijo...

Una lágrima justificada, sueños de otros, dolor por la pérdida de su hijo, un atardecer que invitaba a la lágrima.
Abrazos.

Fernando dijo...

Aliciia María, gracias por tu comentario.Este relato, como todos los de mi libro "Gabriel y el Guadarrama", está basado en un hecho real. La vida es preciosa pero muy dura a veces. Un cordial saludo.

Francisca Quintana Vega dijo...

Un relato precioso...no sabía que escribe relatos y tan buenos. Le felicito. Mi cordial saludo

Fernando dijo...

Francisca, poeta y amiga: gracias por su comentario. Escribí un libro de relatos cuya temática siempre es Guadarrama. Iré publicándolos ahora poco a poco. Gracias por considerarlo buen relato. Un saludo cordial.

Anónimo dijo...

El primo Quico, en la calle Moreno Nieto... O era ya la calle del Obispo? Hace tantos años ya...